miércoles, 30 de noviembre de 2011

"El pobre hombre de los viernes noche"

Nunca encontraré palabras
con las que agradecerte la libertad,
ni palabras tampoco
con las que fusilarte
por condename de esta manera
a la más triste de las pobrezas.


Cada viernes disfruto de esas calles turbias que me enamoran. Me deslizo como las sombras entre los coches mal aparcados. Cada viernes, se me cortan los labios por el frío. Miro a las puertas de mi infancia, desde los balcones de una vejez más que prematura. Cada viernes, robo un par de flores de jazmín de un patio feo y tosco de una calle escondida, que casi nadie conoce. Miro a las ventanas y me compadezco de los infelices que pacen ante el televisor, sin percatarse de lo maravilloso que tienen las noches de pueblo. Me gusta la sencillez de las calles a medianoche. Suelo deleitarme andando por el centro de la calzada que en otro tiempo -en otro espacio, en otra vida, con otro cuerpo- piso con las ruedas de mi automóvil. Huele distinto en esas noches de melancolía periódicas. Todo es muy humilde, muy humano, muy real: estoy solo en medio de tanto vacío mundanal. Son paseos lubricantes para el cerebro y tristes para el corazón, porque siempre acaban igual. Voy a la misma tienda de siempre, veo tras el mostrador al mismo hijo de puta de siempre, pido el whisky de siempre, saco de la misma máquina el mismo tabaco de siempre, pago con el dinero de siempre, y me voy al lugar de siempre.
Hay una pequeña arboleda oscura cerca de su casa donde me refugio, con mi blog y mi pluma, mi whisky y mi tabaco, a llorar un poco. Abro, como cada semana, la botella y tiro el tapón a la misma papelera de todos los viernes; tras de lo cual, abro el paquete de cigarros, los vierto en mi pitillera y echo a la papelera el cartón donde algún cabrón se dedica a poner mensajes subliminales como “Fumar puede matar”. Le estaba dando palos hasta que no le quedaran ojos en la cara. Me siento en el banco, me prendo un cigarrillo con una cerilla y me lo fumo tranquilamente. El whisky sucumbe poco a poco a mi hastío. Se oyen las hojas de los árboles mecidas por el viento de estas noches de Octubre-Noviembre-Diciembre, de estas noches que me están convirtiendo en una bestia, de estas noches que anhelo durante cada segundo de las otras… Hablo de los meses en que reventaron mis tripas, en que mis piernas temblaban de fuego, hablo de las semanas que me destrozaron la vida, de las semanas en que golpearon mis actitudes con un mazo de hierro, hablo de los días en que todo cambió, en que todo empezó a ser banal, trivial, lastimero, frío, agónico, apático… de esos días en que empecé a ser una bestia. ¿Y qué hacía yo allí, bajo la arboleda, en el banco, muy cerca de su casa? Pues me dedicaba a escribirle poemas. Uno y otro, brotaban a borbotones de mis muñecas, como si sangre de suicidio fuesen. Soy algo empalagoso escribiendo las noches de los viernes. Suelo llorar cuando acabo un poema y sonreír poco después, pensando en su sonrisa. Cuando llevo unos cuantos tragos de whisky, comienza a temblarme el pulso y la veo sentada a mi lado, y le recito los poemas mientras me rehúye la mirada. En esas noches frías, suelo fumarme todos los cigarrillos de un paquete, para hacer tiempo: tengo la ilusión de que pase por la acera de enfrente a recogerse y me mire. A lo mejor incluso me ve. Tal vez la salude y se acerque y me quede unos segundos –minutos, horas, días, años, vidas, muertes,…- mirándola. Quizá me bese ella, o quizá sea yo el que lo haga. O quizá no la vea recogerse ningún viernes… y los tres millones de poemas que llevo escritos en las noches de los viernes no sean nunca para nadie.
Cuando la botella de whisky se está acabando, la tiro. No me gusta apurar nada: ni las cosas, ni las personas, ni la vida. Y pasa lo de siempre: me levanto, me deslizo por las calles, que bailan sensuales para mí. Ahora la veo por todos lados, aparece en todo lo bello del mundo: el rubio de la luna, el azul de mis miserias, el rojo de la sangre que me brota de los labios agrietados…
Y así acabo cada viernes, en mi cama, a eso de las 3 y media de la mañana, apestando a alcohol y a frío, a sutileza de poeta y vísceras de cabra, pero sobre todo, oliendo a triste, a “pobre hombre”.








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