miércoles, 12 de octubre de 2011

Mil cadenas y un trozo de pan.

Perder el tiempo es viajar al país de los sueños, tejer los  hilos de la desesperanza en mares de conquistas vanas. Mirar de frente y a la cara. “Te amo”. Angustia, miedo, afán, desdicha, infortuna, todo es muerte y banalidad a mi alrededor. No consentiré que me mires a la cara sin amarme. Me desvanezco en las calles de lo onírico, mojadas por una llovizna suave y fresca. Los adoquines, mejor diré de mi alma espejos, sucios estaban. La luz de las farolas iluminaba sus rostros, mis rostros, los de aquellos a los que odiaba, nadie, porque estaba solo. Sentía fluir las aceras y los ríos y los torrentes de sangre turbaban mi delirio. ¡Malditos! La enajenación torna en cordura cuando todo desaparece tras la esquina de la calle Mayor, cerca del hospital para tuertos del alma. Vagar a altas horas de la madrugada es como llorar por la mañana, cegar el espíritu que mata al oprimido. No tengo sensibilidad en el alma, pues la desdicha que me invade matado la ha. Pero soy yo el que muere ahora. Sentado. Tumbado en medio de la carretera, porque la muerte me invadía despacio, como aquella mañana en que me despertó tu sonrisa. Porque el amor, que olvidé en el florero de tu casa, me dejó descolorido el cabello. Y ahora, sin fuerzas para reclamar lo que por naturaleza me correspondía, callo. Y las letras a muerte sentenciadas están. Guardar silencio prometido me han y pagarán un alto precio si hablan: la deshonra. Porque no hay perro más vil que el que sirve a un amo vil. Y mis palabras son viles como la espuma, porque su favor me deben. Espero que mi muerte no esperen las desdichadas, porque no les brindaré la oportunidad de verme morir ahorcado. Mi muerte será otra. Como la del romántico ante el acantilado de las tierras del norte, como la del bélico caballero que rompe su espada en torso enemigo, como la del torpe que cae por el desagüe sin apenas enterarse. Yo moriré así. Despacio. Fuerte. Como el ritmo del tambor. Sangre versificada, negra y roja como el carmín, azul celeste como el cielo: mas fría, como el alma que la engendra. Prisionero de nada y de todo. Porque no hay mayor prisión que la propia conciencia. No hay mayor prisión que el propio pasado, que la angustia futura. No hay mayor prisionero que yo, pues carcelero de mi mismo, encerrado me he en una torre por montañas vedada, cual Segismundo y Basilio y Clotaldo Y Rosaura a una. Porque yo soy el encerrado, yo soy el verdugo que mantiene la prisión oculta, yo soy mi carcelero, mi educador, y el objeto de mi ira, yo soy el solitario que me visita en sueños. Mi pasado no es más que los muros de piedra que mi alma cercan. Y mi presente, un destino atroz que nunca llega. Y mi mayor pesadumbre es la luz que mi intelección ilumina, el brebaje que se me procura para salir de palacio, el soldado que por segunda vez a deslizar las cortinas que se ciernen sobre la verdad viene. Mi mayor esperanza es despertar cuando la muerte se haya olvidado de mí, y pueda, triste, como cualquier otro, reinar sobre mi Polonia, Polonia de mi alma. Yo no soy. Los reductos de mis pensamientos han dejado la sensatez en los resquicios ya perdidos para adquirir un tono mucho más frío y sincero. No me siento bien. Todo cae a mis pies, como los pájaros ante el cazador. Mas yo creo que soy pájaro. El fuego que dentro me quema deja de ser algo cierto, para ser lo único cierto que en mí habita. El delgado trecho que de la locura me separaba cruzado ha sido por los bueyes de mi rebaño y todo se ha vuelto tosco y austero. Tu mirada no calma mis sentidos, sino que los exacerba sobremanera. Espero que guardes silencio durante los próximos años, corazón del alma mía, si la vida quieres conservar… ¿vida? ¡Mejor diré existencia! Porque vida sin amor no es vida, y mi vida sin amor se halla, triste, cerca de la muerte, hermanada con ella, lejos, en el desván, donde la alcoba adquiere un color rojizo, granate, como la sangre que en este mismo instante brota de mis venas. 

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