miércoles, 12 de octubre de 2011

La visita de Morfeo.

Porque incluso quien nunca miente, miente a veces. Aunque suele hacerlo bonito. 
A la mentira más bella que jamás escuché.

Quedó el tiempo en el suelo de la alcoba. Todo estaba quieto y mudo. Sentía el discurrir de la sangre en sus venas, el latir de su pecho, en armonía con el vaivén de las olas que contemplábamos. Las estrellas dejaron de ser consejeras para en cómplices convertirse aquella noche de fuego y mar. Sus ojos bailaban un vals tranquilo y huidizo, coqueto y oscuro, misterioso a la postre. Podía sentir los suspiros que su boca exhalaba en las entrañas que otrora, ¡tristes días de mi pobre vida!, al vacío lloraban, ¡qué digo!, saltaban, cuando el recuerdo de su mirada me invadía. Dejamos de apreciar el espacio que a nuestro alrededor titilaba, cuan tea errante en manos de la muerte. Era su cuerpo la brisa marina y mi cuerpo las motas de arena que entre sus graciosos cabellos danzaban. No había sentido alguno en nuestros gestos, de sentimiento se vaciaban nuestras almas con el paso de los segundos. Quedamos, juego terrible, vacíos.
No era verso aquello, ni lira, ni pluma, ni pincel, ni cincel. No. Era, simplemente, vacío y llanto. Parados los anhelos, me invadía la nada. El fuego en el aire austero arde, y pone la piel turquesa y malva. La luna rielaba en sus pupilas -¡desdicha atroz, fantasía onírica del maldito carbón que mis manos ostentan!-, vibraban lucecillas tibias en el blanco almidón que su tez adornaba. Los claroscuros de su faz le conferían un aire travieso y maldito que a mi alma invadía, cicuta del cuerdo. El tiempo aparece despacio, leve, sincero a la par que firme, nunca servil. Las sierpes vibraron por el aire del descuido y la locura, por el tiempo y las congojas, los sentidos y la nada. El sentimiento rompió la noche. Quedaba fuego en mis labios, llanto en mi alma, fatiga en mis pulmones, rabia en mi espinazo. Mi entendimiento no lograba discernir el avance del trueno hacia mis dominios. Todo quedaba apagado. Y todo quedó muerto. Vacío. Nada. Rien. Je ne peux pas parler. Fue frío y mirado. Simple e infinito. Amargo como la miel. Triste como mi alma. Oscuro, como la noche… Era, álamo y abedul, perfume lo que brotaba poco a poco. El tiempo, olvidado, feneció. El espacio quedó marchito en el ojo de la aguja que antaño mi mano blandiera -¡sueño!-. Como en la lucha, el fuego crecía en los pulmones que de gloria mi llanto inundaron. Ardor y vida en el desván. Raudas y juguetonas. Viva o muerta. Todo de rosa. El carmín invadía mis venas y la enajenación a mi testa alcanzaba. Digo eterno -¡maldita ensoñación del que llora delirios!- que fue –no fue, ¡oh desdicha fuerte del que despierta!- inefable. No tiene sentido hablar o escribir, llorar, silbar, componer. Nada. La silla, la vela, la pluma y el bloc banalizan sus ojos, que de nuevo me miraban. Ahora veía afirmación, certeza, agilidad, deseo, pasión, ardor, oscuridad de las sombras, veía –siento ahora, ¡desaparece sueño!- trepar sus labios entre las estrellas, buscando nuevas torpezas de cuerpos que a ser uno aspiraban. Y recibo a las sierpes tranquilo, mirando al mar de su alma, silbando entre vísceras rojizas y pasiones, como nadie, así, como yo soy, descarado, como un beso en la playa, como el viento, es cierto, llorando.

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