sábado, 10 de mayo de 2014

Sencillo.


Estás tan lejos, oye, que casi eres una estrella; siempre me entero de tus luces con retraso, quizá incluso ya no exista para ti. Qué le vamos a hacer. Y reconozco que he buscado mucho, muchísimo, la forma de definirte y no la he encontrado: fugitiva, imposible, versátil, exótica como la flama de una vela, huyes a mi capacidad de expresión. Y de compresión también.

No sé muy bien por qué escribo estas idioteces. Te he perdido en tantas palabras profundas, en intrincadas y espesas ingenierías literarias que ahora, al final, cuando la tristeza se hace hastío, lo último que quiero es ponerme a deshilachar toda la parafernalia. Es por ello que me decidí a hablarte de la sencillez de este pensamiento, de la sutil sencillez con que te sueño:

tus manos, como una guillotina, barriendo la terraza de la cafetería mientras yo me hincho a servir descafeinados a las siete de la tarde. “¿Cuándo acaba tu turno?” “No lo sé aún, ¿quién eres?”. No lo sabes, pero no me importa. Te espero una hora en la puerta o quizá fueron dos, de pie, leyendo uno por uno todos los neones de la calle, que ya habían empezado su faena. Al final, andando juntos, casi en paralelo, me dejas tocar tu mano incitando a la casualidad, tierna, tímidamente. Interrumpes muy graciosa un segundo tu soliloquio, te haces la sorprendida, sonríes a media luna y me cazas los dedos. Terminamos en un banco de madrugada, contándonos mil perrerías estúpidas, partiéndonos, compartiéndonos, viendo despuntar el día.


Fue de esta manera como me di cuenta, segundo a segundo, gracias a ti, de lo pronto que amanece el Sol en la cárcel del cielo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario