Dices que eres una niña y que siempre sonríes. Y en ese absurdo y
quimérico (irreal, estúpido, desesperante) estado seguimos durante horas, si no
consigo que te pongas el traje de mujer.
Pero ay si te lo pones.
Porque si te lo pones, cambias los matices de cualquier soledad
congénita -incluso de la mía-, arrasándola a ratos...; eres la sutileza de una
seriedad elegida, la elegancia sublime de una sonrisa tranquila, el verde
esmeralda de los ojos que seduce sin apenas buscarlo. Me duele como un alacrán
sin piedad en la zona de la tráquea la cadencia sigilosa y divertida de tus
manos, el espasmo natural de tus labios cuando quiebras la risa o buscas que te
bese. Y se me encoge la caja torácica cuando me cuentas lo triste que has
estado a veces, cuando no mientes, cuando te olvidas de que posees un cuerpo
bonito y te dejas llevar y te pones nerviosa; porque es entonces y sólo
entonces, cuando eres perfecta.
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