Quizá
sea la típica actitud
del
inútil que se mira el ombligo
todas
las mañanas tras bostezar,
pero
tengo la costumbre de oír
el
mundo desde los ojos de un ciego.
Cada
noche, cuando el tiempo se marcha
del
espacio que habito y me abandona,
se me
ulcera la costumbre terrible
de
verme tan humano como al resto.
Y
entonces los martillos esenciales
que
suelen huir siempre que yo soy yo
aparecen
y me golpean como
si
mañana fuese un ayer presente.
Y
pienso ¿sabe usted? y me pregunto
sobre
esta atroz pantomima que habito,
sobre
este ser nada para ser nada,
sobre
la existencia de un ”yo” perdido
entre
un “ellos” que no le pertenece.
Y
entonces una sensibilidad
ajena a
cualquier patrón dibujado,
me
recorre las venas como el viento
y las
vacía de cualquier vestigio
de
coherencia humana y de sangre azul.
Y al
poco espacio, vuelve muy borracho
ese
tiempo que tan poco me ama,
y me
abofetea como si yo
le
perteneciese, como si yo
no
fuese más que el último eslabón
de una
cadena que ya está rota.
Me
dedico entonces a llorar versos
sin
sentido porque quizá hablar de hoy
no sea
más que mentirme a mí mismo.
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